Claro que ahora entiendo que esta arma que sale de la inteligencia, del carisma y de la idiosincrasia de unos pocos lo mismo puede producir buenos frutos como hacer mucho daño. A través de la palabra se puede jugar con la mentira o con la verdad, con la calumnia o con la alabanza, con una visión apocalíptica o con palabras de optimismo y esperanza.
Mandatarios y líderes históricos como Julio César, Hitler, Carlomagno, Lincoln, Gandhi e incluso el dictador Franco o Nerón movían pueblos con sus palabras, cuyo ingrediente no era en muchos casos la buena oratoria sino una fuerza, una energía y una frecuencia muy especiales que enardecían, convencían y arrastraban a las masas.
He comprendido así a través del tiempo que la palabra puede llegar a ser como una hormona catalizadora muy poderosa y capaz de llegar a cambiar el mundo.
Hace más de 30 años conocí a un médico de los de antes, un médico de familia, que tenía tal poder de persuasión y de convencimiento, y a la vez bondad y sabiduría, que sacaba a muchos de sus pacientes de sus crisis y enfermedades tan solo hablando con ellos durante un rato. ¡Qué pocas veces extendía una receta! Era como un ángel disfrazado de médico. ¡Con qué cariño y admiración lo recuerdo!
Con esta introducción me dirijo a vosotros, mis fieles lectores, partiendo de un caso que deseo contaros: Herme, el apócope de Hermenegildo, un hombre mayor, me envía una cuestión diferente a todas las que he tratado hasta ahora en mi consultorio. Es un problema preocupante y seguro de interés para muchos padres que se sienten agredidos por sus hijos, heridos y maltratados verbalmente.
Herme me cuenta textualmente: “Padezco de reuma, insomnio y gota, tengo calambres y picores en las piernas, hipertensión; me dan mareos a menudo y hace tiempo que me hacen ruido los oídos. Tengo casi 80 años, pero con el tratamiento médico prescrito voy soportando mis goteras como puedo”.
A continuación Herme me hace la pregunta: ¿Es posible que las malas palabras y reproches que con frecuencia me dirige uno de mis hijos puedan ser la causa de que al poco rato o al día siguiente de pronunciarlas se agraven y agudicen todos estos males que arrastro conmigo?
Mi querido amigo Herme: Seguramente ese hijo, que no sé la edad que tiene pero a buen seguro será un adulto, tiene problemas que quizá no te haya contado. No se encuentra bien en su propia piel y tampoco se atreve a descargar por ahí la energía negra que le corroe; lo hace con quien puede, con quien se atreve, con su padre, a quien seguramente quiere: contigo, Herme.
No se lo tengas en cuenta. Échate a la espalda todo lo que te diga; es el veneno que suelta para descargarse un poco de su malestar interior. Ten paciencia con él y perdónale porque, seguro que, aunque de otra manera que tú, está sufriendo también mucho a nivel psicológico, moral o espiritual.
Solo con palabras, o a menudo la forma de decirlas, se puede hacer mucho daño; se puede causar dolor y provocar enfermedades del alma y del cuerpo.
Hay palabras, expresiones y formas de decirlas que pueden llegar a quitar la vida poco a poco, con el agravante de que esas muertes lentas son mucho más dolorosas y lacerantes que una muerte por enfermedad.
Y contrariamente, las palabras bondadosas, tranquilizantes, estimulantes y de cariño, como bien sabéis todos los que os sentís bien queridos, nos ayudan a crecer, aumentan la autoestima, ahuyentan los miedos, dan vida y son la mejor medicina para vivir con ilusión.
Voy a contaros una breve historia que viene al caso, que nos hace comprender cómo, según cuándo y de qué manera usemos ese doble filo que tiene la espada de la palabra, podemos conseguir lo que no se puede por otros muchos métodos.
Había una vez un samurái que era muy diestro con la espada y a la vez muy soberbio y arrogante. Cuando mataba a un adversario en un combate, su ego se disparaba y no desaprovechaba la ocasión para hacer saber a todo el mundo que él era el mejor guerrero y nadie podría jamás vencerle. Por esto buscaba siempre ocasiones para desafiar a cualquiera ante la más mínima afrenta. De esta manera alimentaba su seguridad en sí mismo y su férrea identidad.
En una ocasión este hombre llegó a un pueblo y vio que la gente acudía en tropel hacia un lugar. El samurái paró en seco a una de aquellas personas y le preguntó: ¿A dónde vais todos con tanta prisa?
«Noble guerrero —le contestó aquel hombre, que seguramente empezó a temer por su vida—, vamos a escuchar al maestro Wei». «¿Quién es ese tal Wei? ¿Cómo es posible que no lo conozcas?», —contestó el campesino—, «si el maestro Wei es conocido en toda la región».
El samurái se sintió como un estúpido ante aquel aldeano y pensó con cierto recelo y envidia en el respeto que tenían por el tal maestro Wei, cuando él se creía merecedor de mayor admiración y respeto que nadie.
Entonces decidió que su fama debía superar a cualquier precio a la de aquel maestro Wei y, para eso, siguió a la multitud que le condujo hasta la enorme estancia donde el maestro Wei impartía sus enseñanzas.
El maestro Wei era un hombre mayor y de baja estatura, y cuando el samurái lo vio sintió de inmediato por él un gran desprecio y una ira contenida.
Wei comenzó su oratoria: «En la vida hay muchas armas poderosas usadas por el hombre y, sin embargo, para mí, el arma más poderosa de todas es la palabra».
Cuando el samurái escuchó aquello no pudo contenerse y exclamó en medio de la multitud: «¡Solo un viejo estúpido como tú puede hacer semejante aseveración!». El samurái entonces, sacando su katana y agitándola en el aire, prosiguió: «Esta sí que es un arma poderosa y no tus ridículas palabras».
Entonces Wei, mirándole a los ojos, le contestó: «Es normal que alguien como tú haya hecho ese comentario; es fácil ver que no eres más que un bastardo, un bruto sin ninguna formación, un ser sin inteligencia y un absoluto hijo de perra».
Cuando el samurái escuchó aquellas palabras, aquellos insultos, enrojeció de ira y, con el cuerpo tenso y fuego en sus ojos, se abrió paso a empujones entre la gente hasta llegar donde Wei estaba. «Miserable anciano, despídete de tu vida porque hoy has provocado tu muerte y ha llegado tu fin».
Se hizo un breve y tenso silencio que cortaba el aire; el samurái blandió su espada por encima de la cabeza del anciano maestro. Wei, inesperadamente, comenzó a disculparse diciendo al samurái: «Perdóname, gran señor, solo soy un hombre mayor y cansado, y con esta decrepitud no te debe extrañar que cometa grandes equivocaciones. ¿Sabrás perdonar con tu corazón noble de guerrero a este tonto que en su locura ha podido agraviarte?»
El samurái detuvo en seco su espada y le contestó: «Naturalmente que sí, noble maestro Wei. Acepto tus excusas».
En aquel momento Wei miró directamente a los ojos del samurái y le dijo: «Amigo mío, dime, ¿son o no son poderosas las palabras?».
Después de escuchar este relato fácilmente podemos deducir que el samurái comprendió que lo que para él eran simples pero insultantes palabras habían tenido la capacidad de alterarle más que muchos de sus anteriores contrincantes, y cómo también las palabras que con humildad le habían halagado e implorado clemencia habían tenido la capacidad de devolverle a un estado de equilibrio y serenidad como hacía tiempo que no conocía. En aquel momento algo en su interior empezó a transformarse.
Las palabras… No se las lleva el viento; quedan grabadas en el tiempo y en el corazón y son capaces de crear realidades.
Así pues, queridos amigos, usemos las palabras de nuestro diccionario para ayudar, para animar, para restar sufrimiento y para hacer sentirse bien a los que nos escuchan, porque si usamos el poder de las palabras para hacer sufrir, para criticar, calumniar o herir, creedme que tarde o pronto esa espada se volverá contra nosotros y aquel refrán podrá estar en lo cierto y cumplirse una vez más: «El que a hierro mata, a hierro muere».
El que con palabras hirientes hace sufrir, las palabras llegarán a amargarle la vida.